De Frutas de estación 1
CHICOS ESTE CUENTO SÓLO ESTARÁ EN VACACIONES PARA LEER.
Ven
Jarrón, el mago más peligroso del mundo
Provengo
de una familia de tres generaciones dedicadas al noble ejercicio de
la magia. Mi abuelo, Valerio Carulo, era concocido en su tiempo como
el fabuloso Ben Hurón. Mi padre, Atilio Carulo, cuyo nombre
artístico era Ben Benfú, y yo, Lito -carulo o el mago Ben Jarrón,
seudónimo debido a una triste experiencia con un jarrón chico de
dos mil años de antigûedad que mi madre atesoraba, justamente, como
un tesoro.
Un
día, cuando era un adolescente, cometí la audacia de aplicarme una
fórmula de desmaterialización, llevada con tanto éxito que jamás
logré que se volviera nuevamente material. Mis intentos inútiles,
acicateados por la furia de mi madre, terminaron por hacer reÌr a
Ben Hurón, quienes se paseaban por la casa imitando mi aflautada voz
de entonces:
-Ven
jarrón, oh, ven, o mi madre me romperá el melón.
-Cuendo
llegó el día de bautizarme como mago mi madre me dijo:
-Se
llamará Ven Jarrrón hasta que aparezca el jarrón chino.
La
sugerencia fue aprobada por todos los miembros de la familia y me
consolé pensando que el tal jarrón tenía un incalculable valor
artístico y que mi nombre, por lo tanto era un verdadero lujo.
Ese
tipo de acontecimiento me hicieron una fam de diamante en bruto (más
bruto que diamante, opinaba mi madre), con muchas cosas para pulir.
La reiteración de estos errores, y el día que incendié el altillo
en un truco con fuego, terminaron por convencer a mi abuela que la
carrera de magia no era para mí. Cierta tarde, sin querer, escuché
que le decía a mi padr:
-Es
un mago natural, pero con pocas luces.
A
partir de ese momento consideré muy importante la adquisición de
juegos de luces de colores para poner en escena, aunque no entendía
cuando mi abuela me sugirió dedicarme un tiempo a practicar
deportes, a estudiar veterianria o cualquier otra carrera
universitaria.
Ni
siquiera consideré sus palabras, seguí comprando escenografía para
mis espectáculos futuros.
Mi
célebre abuelo fundó, en su tiempo, una escuela con muchos
seguidores, pero siempre decía que alugnos trucos no debían salir
de la familia.
-A
vos, querido neto, te voy a enseñar los mejores trucos de magia,
pero no aún. Es necesario que aprendas a moderar tu enorme energía.
Mientras tanto en tus presentaciones sólo harás una rutina con
conejos.
-¿Por
qué sólo conejos abuelo? Pregunté fastidiado.
-Por
seguridad -dijo.
Y
más despacio agregó:
-Aunque
lo lamento por los conejos.
Mi
primer trabajo como mago fue en la desaparecida -ya sabrán por qué-
confiteria La galerita alegre, cuyo dueño era mi padre Ben Benfú y
me permitía una presentación semanal. Con conejos, claro.
Esto
representaba una gran humillación para mí, pero Ben Hurón y Ben
Benfú eran terminantes: temían que me mandara “una de las mías”,
así que... conejos.
La
presencia local, con malicia, sentenció que un conejo era
maravilloso, pero cien conejos era falta de imaginación. Inútil
explicarles que Ven Jarrón no hacía más que obedecer un mandato
familiar. Yo me esmeraba con las luces, pero eso no parecía
importarles.
Dios
mío, la gente es insanciable: quieren magos voladores, magos que
caminen por el agua, magos que levite, todo por culpa de la
televisión, y “sus efectos especiales”. Por dentro, moría de
ganas por hacer un gran espectáculo con fuegos, hipnotismo y
desaparición de objetos, pero yo había dado mi palabra, sólo
conejos.
Cuando
mi abuelo ya no estuvo entre nosotros, di por hecho que su promesa
había quedado incumplida. Eso creí, hasta hace unas semanas, cuando
abrí el viejo baúl que guarda su capa, su chistera y varias
carpetas con papeles. ¡Es tan especial el perfume de sus cosas,
profundo y fresco! Olor a tiempo, a tarde de verano después de la
lluvia... Hurgué un rato entre sus recuerdos y me sorprendió ver en
el fondo un libro muy viejo, de tapas marrones y páginas
amarillentas.
El
libro de las proezas imposibles
Al abrir las primera páginas, me encontré con la letra
firme de mi abuelo:
A
mi querido nieto Ven Jarrón, para cuando encuentres este libro. Y
recuerada que la magia sola no alcanza.
Con
cariño. Abuelo Hurón.
Lloré de emoción, por este regalo tan inesperado Pensé
que me sería muy útil para levantar el nivel de mis shows en La
galerita elegre. Durante los días siguientes me dediqué a estudiar
y ensayar los capítulos referidos a los Encantamientos Hpnóticos de
Inmovilidad y Escenas con
Fuego. Me había quedado una espina con
el fuego, después de aquella prueba en el altillo.
Todo se precipitó, aquél día en que se presentó un
público más hostil. Como siempre inicié mi trabajo con el saludo
ritual:
-Buenas tardes,
señora y señor
La magia está que arde
y ya comienza el show.
Otra vez, como de costumbre, se reían con ternura y
hasta un dejo de asombro del primer conejo salido de la galera, pero
al rato, mientras me salían conejos de los bolsillos, el puño, los
zaparos, parecían querer otra cosa, algo más. Y yo les ofrecía más
y más conejos. Un hombre de traje, comenzó a burlarse con frases
altisonantes:
-Eh, Ven Jarrón, si se te escapan los conejos te vas a
morir de hambre.
Y los demás se reían. Ja, ja.
Me propuse darle un escarmiento al criticón.
-Buenas noches
señora y señor,
basta de reproches
o me voy.
-¡Y andate! ¿Qué te vas a quedar haciendo? -continuó
el burlador.
-No, no me voy. No sin antes ofrecerles el más grande
acto de magia que jamás hayan visto.
Se hizo un silencio de misa. Miré fijamente al
criticón, hice dos movimientos firmes con mi mano y lo inmovilicé
justo cuando abría la boca, seguro para proferir alguna frase
ingeniosa contra mí.
Un “ooh” de asombro estalló en la platea. Luego me
acerqué y le puse conejos en la cabeza, en el bolsillo del traje,
encima de sus rodillas. Mi pequeña venganza estaba consumada.
Decidí desencantarlo al final del show, Así no me
molestaba más: quedaba muy bien con la boca abierta y servirái como
intimidación para el resto. Me había atacado la veta mala, como
decía Ben Hurón.
Seguó con mis conejos, los hice jugar al basquet, al
metegol, barrer el peso del escenario, hacer acrobacias diversas. Si
alguien del público estaba aburrido se cuidó muy bien de
demostrarlo.
-Ahora. sí. Terminé con los conejos. A ver, conejos
¡hasta luego! -hice tres movimientos con mis manos y¡paf!, los
conejos corrienron a mi galera y detrás del escenario-. Ahora voy a
obsequiarles mi nueva habilidad: el dominio del fuego.
Nuevamente silencio.
Hice precisos círculos en el aire, con mis manos, al
tiempo que pronunciaba las palabras de la fórmula:
-¡Fu-fú Egoegoogeoge uf-uf!
Fue increíble. Como si en el aire se escondieran
hornallas invisibles que de pronto mis palabras mágicas encendían,
pequeñas llamitas brotaban de la misma nada, calientes, quemantes,
rojas y azules. Fuego de magia. Fuego de verdad. Un éxtasis de me
envolvió. Me sentí un mago poderoso, un elegido. La gente no podía
más de la sorpresa: fuego, fuego, fuego.
-¡Fu, fú Egoego Ogeoge uf-uf!
Estaban todos tan admirados que algunos comenzaron a
irse de la sala. No soportaban tal demostración de talento.
Repetí la fúrmula varias veces más y el público
terminó por desbandarse: uno de los mozos de La galerita alegre
gritó:
-¡Está loco! ¡No es un mago, es un demente! Y al
instante lo convertí en estatua, con una hipnosis súbita.
Entonces llegó mi padre Ben Benfú, rojo de furia.
Antes de que me dijera nada, comprendí que me había excedido: el
local estaba incendiándose. Lo primero fue llevar al criticón y al
mozo a lugar seguro, porque debido a los nervios no lografa recordar
la fórmula para desencantarlos. Lo segundo fue apagar el fuego:
-y para eso hubo que llamr a los bomberos-.
La galerita alegre quedó destruída igual que mi
reputación.
Recordé la frase de mi abuelo: la magia sola no
alcanza. Y completé yo mismo el resto de la frase: también hace
falta sentido común. Por eso, por sentido común y por el ruego de
mi padre, preparé estos últimos versitos:
-Buenos Días
la magia no alcanzó.
Me dedico a la poesía
desde hoy.
Me convertí en un poeta aceptable y mi padre, luego de
reconstruir La nueva galerita alegre, volvió a cederme el escenario
para mis recitales. Ya edité mi primer libro. Se llama Floresde mi
jardín, y se lo dediqué a mi madre quien, algo sarcástica, opinó,
que de tenerlo, pondrá esas flores en su bendito jarrón.
La magia la practico en secreto, en soledad: estoy
seguro de que algún día lograré que el jarrón chino reaparezca.
La esperanza es lo último que se pierde, porque lo primero, en mi
caso, ha sido el jarrón.